La villa, la escuela y los alumnos

En este artículo, Sebastián Zárate, periodista, docente y estudiante del Profesorado y la Licenciatura en Letras en la UBA, reflexiona sobre los adjetivos con los que los docentes califican a los estudiantes. “¿Qué es ser un “mal alumno”? ¿Hay “buenos y malos alumnos”? ¿O será que la escuela es un mal que adjetiva a los estudiantes?”, pregunta Zárate a partir de un repaso de su vida como adolescente y de lecturas de Roberto Arlt y el libro Mal de escuela de Daniel Pennac. Un texto interesante para continuar pensando el trabajo docente y la institución escolar.

Foto de perfil de Sebastián Zárate
Foto de perfil de Sebastián Zárate

Me siento a escribir este artículo cuando está terminando el día 20 de cuarentena. Desde hace dos semanas recorro barrios de Tres de Febrero con alimentos y productos de higiene que entregamos a quienes hoy más los necesitan. Estuvimos en Sáenz Peña, en el límite con Capital Federal, y en el interior de la villa Esperanza de Pablo Podestá, en la otra punta del distrito, cerca de Ruta 8 y Camino del Buen Ayre. El 8 y 9 de abril, al entrar y salir de la villa, recordé cuando la caminaba con aquel carrito en el que llevaba a los almacenes el pan y las facturas que cocinábamos en el horno de la panadería que papá tenía a tres cuadras de la entrada de Firpo y San Luis. Años duros, picantes. Terminaba el menemismo y yo era un jovencito con cabeza rapada, inquieto y aventurero como el Silvio Astier que más tarde conocí.

Entramos y una jovencita que tiene no sé cuántos hermanos, me reconoce y saluda con su mano levantada. Una mujer, detrás de una reja, barre y nos indica la casa que buscamos. A los 39 años la vida y el destino me trajeron nuevamente hasta aquí. Esta vecina que nos indica que la vivienda queda en la esquina de Francisco Sierra es la misma que quería que yo fuese el novio de su hija, esa señorita a la que hoy recuerdo entrar a la panadería de papá.

-No encontrábamos tu casa. Si sabía que eras vos…, saludo con una sonrisa a la joven Pat, a quien conozco hace años. Está igual, siempre sonriente.

-Es que justo acá termina la calle con numeración y comienzan los nombres por manzanas, nos aclara Pat, que nos espera a nosotros y también a los que van a llevarle el alimento para su hermana celíaca.

Salimos de la villa cuando la tarde comienza a caer. Dos muchachos estacionan sus carros sobre el asfalto, cerca de la vereda, y se sientan a fumar, tomar y conversar en la entrada de Firpo y Francisco Sierra.

Esta nueva experiencia que mezcla mi presente con mi pasado me convoca a releer la Aguafuerte “El placer de vagabundear” de Roberto Arlt, justo en el mes en el que se cumple el 120° aniversario de su nacimiento y la revista “Caras y Caretas” lo homenajea: “Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. (…) Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o caballeritos que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más útil para el entendimiento es la escuela de la calle, escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce y que enseña todo aquello que los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros los escriben los poetas o los tontos”.

Al día siguiente de nuestro recorrido por la villa recibo un mensaje de WhatsApp de la Licenciada y Profesora en Educación, Amalia Güell, docente de Didáctica General en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Amalia leyó mi último artículo, “Escribir desde el encierro: para leer en cuarentena”, y me escribe: “Inmediatamente que empecé a leer tu artículo, vinieron a mi memoria el personaje de Orwell en 1984 y su búsqueda de un espacio y recursos para poder escribir y contar lo que ocurría fuera del ojo del “Gran Hermano”; Pennac, y su Mal de escuela, en éste relata su vida escolar y el dolor de haber sido considerado un zoquete durante esos tiempos; los personajes de El lector que giran alrededor de la lectura y la escritura durante la segunda guerra, la muerte, la desolación, las miserias humanas de todo tipo. Y tantos otros…”.

Busco el texto de Pennac. Lo encuentro y leo en la primera página: “De modo que yo era un mal alumno. Cada anochecer de mi infancia, regresaba a casa perseguido por la escuela. Mis boletines hablaban de la reprobación de mis maestros. Cuando no era el último de la clase, era el penúltimo. (¡Hurra!) Negado para la aritmética primero, para las matemáticas luego, profundamente disortográfico, reticente a la memorización de las fechas y a la localización de los puntos geográficos, incapaz de aprender lenguas extranjeras, con fama de perezoso (lecciones no sabidas, deberes no hechos), llevaba a casa unos resultados tan lamentables que no eran compensados por la música, ni por el deporte, ni, en definitiva, por actividad extraescolar alguna”.

Este Daniel Pennac, que fue considerado “mal alumno” y repitió el último curso del bachillerato en su etapa adolescente, es el mismo que se recibió de Licenciado en Letras, ejerce como profesor de literatura y escribió las 172 páginas del libro Mal de escuela que hoy los docentes comprometidos leemos para pensar la educación Y quien escribe este artículo, Sebastián Zárate, es el mismo que repitió tercer año en la escuela secundaria y siempre estuvo lejos de la bandera y los mástiles pero cerca, bien cerca, de los revoltosos con los que allá por 1995 hizo travesuras de adolescente que le costaron amonestaciones y la prohibición de reincorporarse en el colegio Rivadavia de Ciudad Jardín. Por eso hoy Zárate, periodista, docente y próximo a recibirse de Licenciado y Profesor en Letras en la UBA, pregunta a partir de su experiencia: ¿qué es ser un “mal alumno”? ¿Hay “buenos y malos alumnos”? ¿O será que la escuela es un mal que adjetiva a los estudiantes?

Sigo leyendo a Pennac en primera persona: “Y yo no comprendía. Aquella incapacidad para comprender se remontaba tan lejos en mi infancia que la familia había imaginado una leyenda para poner fecha a sus orígenes: mi aprendizaje del alfabeto. Siempre he oído decir que yo había necesitado todo un año para aprender la letra a. La letra a, en un año. El desierto de mi ignorancia comenzaba a partir de la infranqueable b.

—Que no cunda el pánico, dentro de veintiséis años dominará perfectamente el alfabeto. Así ironizaba mi padre para disipar sus propios temores. Muchos años más tarde, mientras yo repetía el último curso en busca de un título de bachiller que se me escapaba obstinadamente, soltó otra sentencia:

—No te preocupes, incluso en el bachillerato se acaban adquiriendo automatismos…

O, en septiembre de 1968, con mi licenciatura de letras finalmente en el bolsillo:

 —Para la licenciatura has necesitado una revolución, ¿debemos temer una guerra mundial para la cátedra?”.

¿Qué es ser un “mal alumno” en la escuela primaria y secundaria? ¿Cómo son los “malos alumnos”? ¿Cuáles son sus características? Si decimos que hay “malos alumnos” es porque hay “buenos”. Y, ¿qué es ser “buen alumno”? ¿Cómo son los “buenos alumnos”? ¿Cuáles son sus características? Pienso: cuando los docentes adjetivamos a un alumno como “malo” y a otro como “bueno”, no estamos haciendo otra cosa que dividir y construir diferentes tipos de sujetos. En este curso los “buenos”, en aquel los “malos”. Así le gusta separar a la escuela tradicional. Sigo pensando: ¿por qué nos comportamos así? Reflexiono: porque olvidamos nuestra adolescencia y tampoco recordamos que hubo una época en la que fuimos felices haciendo travesuras y haciéndonos la rata.

¿Recordás cuándo te hacías la rata? Para hacerte la rata, tenías que saber hacerte la rata. Porque la rata no se la hacía cualquiera. ¿Qué era hacerte la rata? No despegarte del piso. Esconderte ahí, donde nadie te podía encontrar. Donde nadie te podía atrapar. Hacerte la rata era apartarte del lugar en el que otros estaban. Hacerte la rata era un acto de rebeldía. La rata no entraba a la escuela porque rechazaba la institución escolar y el mandato familiar. Eso era hacerte la rata. Rata anarquista. Rata escéptica. Rata despojada de prejuicios. Que en vez de acercarse se aleja. ¿Dónde va la rata? A la calle. Donde está la vida, va la rata. Porque en la calle está la vida y ahí crecen las ratas y ahí se hacen las ratas y ahí las ratas se convierten en ratas. Rata de mierda, dice el burgués que no puede atrapar a la rata. Rajá, ratita, rajá.

¿Qué tenemos para decir los docentes y qué tiene para decir la institución escolar sobre Lucio, Silvio y Enrique, esos tres jovencitos aventureros que allá por 1926 Roberto Arlt imaginó que ingresaban a robar en la biblioteca de una escuela? Gracias a Arlt, la literatura argentina de la primera mitad del siglo XX nos ayuda a pensar la vida y la escuela y también a los adolescentes y los alumnos. Leamos un fragmento del capítulo “Los ladrones” de El juguete rabioso e imaginemos por un instante a estos tres muchachitos.

“Sacando los volúmenes los hojeábamos, y Enrique que era algo sabedor de precios decía.

-“No vale nada”, o “vale”.

-Las Montañas del Oro.

-Es un libro agotado. Diez pesos te lo dan en cualquier parte.

-Evolución de la Materia, de Lebón. Tiene fotografías.

-Me la reservo para mí –dijo Enrique.

Rouquete. Química Orgánica e Inorgánica.

-Ponelo acá con los otros.

-Cálculo Infinitesimal.

-Eso es matemática superior. Debe ser caro.

-¿Y esto?

-¿Cómo se llama?

Charles Baudelaire. Su vida.

-A ver, alcanzá.

-Parece una bibliografía. No vale nada.

Al azar entreabría el volumen.

-Son versos.

-¿Qué dicen?

Leí en voz alta alta:

                 Yo te adoro al igual de la bóveda nocturna

                ¡oh! vaso de tristezas, ¡oh! blanca taciturna.

 Eleonora –pensé- Eleonora.

                y vamos a los asaltos, vamos,

               como frente a un cadáver, un coro de gitanos.

-Che, ¿sabés que esto es hermosísimo? Me lo llevo para casa.

-Bueno, mirá, en tanto que yo empaqueto libros, vos arréglate las bombas.

Reescribo lo que dice Enrique: “es un libro agotado”. Los tres jovencitos leen porque en la lectura encuentran un escape hacia un espacio imaginario que ofrece un mundo compensatorio frente a la realidad de la sociedad. Después de esta lectura de Arlt que aquí propongo, ¿cómo definimos los docentes a Silvio Astier, que roba en la biblioteca de una escuela y se lleva a su casa un libro de Baudelaire? ¿Vamos a seguir diciendo que hay “buenos” y “malos alumnos”? Pienso que es momento de repensar los conceptos y reflexionar qué estamos haciendo cuando adjetivamos a los adolescentes. La lectura de Mal de escuela me arroja a escribir este artículo que me gustaría que lean mis compañeras y compañeros docentes. Pienso: quienes estamos en un aula enseñando y transmitiendo experiencias a nuestros alumnos tenemos que detenernos a pensar qué hicimos en el pasado y qué hacemos en el presente para comprender mejor la vida de los estudiantes. Dice Sartre: “Lo importante no es lo que han hecho de nosotros, sino lo que hacemos nosotros de lo que han hecho de nosotros”. Y coincido con Pennac: “Siempre he pensado que la escuela la hacen, en primer lugar, los profesores. ¿Quién me salvó a mí de la escuela, sino tres o cuatro profesores?”.

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