Venezuela y América Latina en clave neoliberal

victoria
victoria

“Las masas nunca han tenido sed de verdad. Se

alejan de los indicios que no les agradan,

prefiriendo deificar el error si éste las seduce”

Gustave Le Bon

Un gran pensador del siglo pasado plantea en su análisis de la historia de la política y las relaciones de fuerza dos cuestiones que nos pueden aproximar al fenómeno de los progresismos latinoamericanos de las últimas décadas y a su posterior derrumbe. Antonio Gramsci observa que la cuestión particular del malestar o bienestar económico es sólo un aspecto parcial de las relaciones de fuerza y que, en todo caso, la ruptura del equilibrio de fuerzas no ocurre por el empobrecimiento del grupo social que tiene interés en romper el equilibrio sino que ocurre, por el contrario, en el cuadro de conflictos superiores al mundo económico inmediato, vinculados al ‘prestigio’ de clase (intereses económicos futuros) y a una exasperación del sentimiento de autonomía y de poder. Por otro lado, señala que el error en el que se cae frecuentemente en el análisis histórico-político consiste en no saber encontrar la relación justa entre lo orgánico y lo ocasional, sobreestimando las causas mecánicas por un exceso de ‘economismo’, o exaltando el elemento voluntarista e individual por un exceso de ‘ideologismo’. La primera observación nos permite ubicar al fenómeno latinoamericano en una coyuntura en donde el devenir de la economía ha sido influyente pero no determinante, donde las fluctuaciones en la valoración social de dichos procesos políticos guarda relación con otras variables menos tangibles y racionales, pero siempre enmarcadas en la dinámica propia del predominio del capital en la vida humana. El deterioro de los procesos productivos y el incremento de la pobreza a partir del arribo de las primeras experiencias neoliberales a la región -de la mano de las dictaduras cívico militares y de los posteriores procesos democráticos- pusieron a la recuperación económica y el retorno a un Estado fuerte como objetivos de prima de los gobiernos nacionales y populares que necesitaban resolver la crisis social. La segunda reflexión nos permite ampliar el sentido de lo recién planteado: los números de la economía no explican de por si la valoración de un proyecto político, así como tampoco explican la legitimidad que sí otorgaron vastos sectores a los gobiernos progresistas. Cuando los sectores desclasados recuperaron su status económico surgieron nuevas demandas, o bien, afloraron las demandas que siempre existieron pero que no se expresaban ni emergían porque las condiciones existentes no permitían avizorar su realización sin resolver previamente las demandas primarias. Los progresismos recogieron así los escombros y allanaron el camino, pero la mayoría no tuvo la suficiente legitimidad para edificar un proyecto político con fines de igualdad, perdiendo la pelea con el sacro ideal de libertad.

En la actualidad hay una tendencia en el análisis de los procesos políticos a dejar atrás el binomio izquierda-derecha, aludiendo que no permiten explicar la realidad del amplio espectro de representaciones. Pero pareciera que escapar a dichas categorías es más una imposición que la consecuencia de un cauce natural, como intentar imponer por la fuerza un modelo que suprima las diferencias irreconciliables y muestre consensos de apariencia democrática, en el orden del deber ser de una democracia. Pero la lógica dual entre izquierda y derecha sigue vigente en América Latina, tan vigente como el desarrollo y el subdesarrollo en el mundo. Claro que entre ambos extremos existen matices propios de cada entramado social y cultural, pero que, en definitiva, aspiran a horizontes uniformes. La izquierda y la derecha, como categorías históricas que nos permiten agrupar en cada una de ella tradiciones políticas -y por tanto sociales y económicas- tal vez no nos ayuden a describir a la perfección la dinámica interna de cada país, pero sí nos sirvan para comprender la dinámica regional y su inserción mundial. Desde que los países latinoamericanos adquieren autonomía de la corona española, en la región comenzó a disputarse un destino que se dirimía entre la instauración de un Estado soberano con independencia real y ajustado a su identidad cultural, o un proyecto que nos acercara a la noción de progreso, emulando los principios federalistas de la gran ‘Democracia en América’, el republicanismo de los principales países de Europa, y la ética religiosa de la iglesia católica. El siglo XX, signado por los grandes conflictos bélicos de Europa y la larga Guerra Fría, ubicó a América Latina como un enorme terreno de disputa externa, tanto en el aspecto comercial como político, con la consecuente disputa interna por definir cuál sería el rumbo que en el marco de la bipolaridad mundial nuestros países adoptarían. El resultado reflejado en una sostenida situación de dependencia económica con respecto al epicentro del sistema económico mundial es incuestionable, habida cuenta de que ningún país de la región ha logrado constituir una estructura productiva integral, es decir, no ha logrado generar los instrumentos que garanticen la elaboración tanto de materias primas como de manufacturas, logrando así morigerar la subordinación económica y mejorar los términos del intercambio. Las propuestas político-económicas dirigidas hacia esa dirección han sido sistemáticamente boicoteadas por los países desarrollados, ávidos de controlar la mayor cantidad de mercados y disipar competidores, desde el impulso a los gobiernos conservadores y liberales del siglo XIX, pasando por la persecución a través de las dictaduras cívico-militares de todo aquello que perturbara el orden establecido y disputara la preeminencia del capital internacional, hasta el actual plan sistemático de descrédito y persecución de los gobiernos y líderes progresistas para consumar el retorno del neoliberalismo.

Sólo una nación logró imponerse y no sucumbir en su misión de instaurar un régimen no alineado a los intereses de las principales potencias capitalistas, y con la perspectiva de expandirse a lo largo y ancho de América Latina. A Cuba no lograron doblegarla pero sí acorralarla, lo que significó no sólo un brutal bloqueo al intercambio comercial y al acceso a los bienes básicos para la subsistencia, sino que implicó la imposibilidad de generar las instancias para propagar el proyecto político a otros países de la región. Luego de casi 50 años manteniendo el bloqueo económico -e ideológico- surge en la región un nuevo movimiento que sin expresar abiertamente –en los comienzos- los principios socialistas, propone una transformación que permita al Estado tener autonomía en las decisiones económicas, impulsando el desarrollo productivo nacional y la distribución de la riqueza. A partir de ese momento Venezuela comienza a ser el principal enemigo de Estados Unidos, incrementando dicha rivalidad a medida que comienzan a aflorar a lo largo del continente movimientos y partidos que se suman a poner en la palestra política el debate sobre la subordinación de las economías locales a las potencias económicas y a los poderes fácticos, despertando el fantasma de la unificación de un bloque regional que pudiera hacer tambalear su predominio. Hugo Chávez logró gestar una transformación cultural que comprometió a millones de ciudadanos en la tarea política y comunitaria de construir una nación con los principios que Bolívar, primer libertador, soñó. La contraofensiva de quienes defienden su posición de privilegio en la región era esperable, nadie puede pretender que una potencia mundial resigne el control geopolítico de una de las regiones con las mayores reservas naturales del mundo, al igual que lo era que quienes lograron instalar su propuesta política luchen por sostenerla. Hoy la situación política y social en Venezuela transita un enorme deterioro, fruto de esta tensión a la que estuvo expuesto desde el inicio del gobierno de Hugo Chávez en 1999 y a partir de su deceso y siguiente triunfo de Nicolás Maduro en 2013 –sin subestimar errores propios pero debiendo abordarlos desde la amplitud del contexto-.

Casi 20 años han trascurrido y hoy el país bolivariano se encuentra en soledad frente al arribo de gobiernos neoliberales en la mayoría de los países que antaño fuesen sus aliados en el sueño de la construcción de la Patria Grande. Harto conocidas son las mejoras de los índices de desarrollo en Venezuela en términos de pobreza, desempleo, mortalidad infantil, acceso a la vivienda, índice de Gini, etc., que los propios organismos internacionales muestran en sus estadísticas, y que expresan una realidad semejante a la del resto de los países de la región que tuvieron gobiernos progresistas. Pero a la luz de los hechos parece evidente que los argumentos racionales se desvanecen frente a la brutal potencia de la ideología, arrastrando un grave error de diagnóstico que lleva a utilizar argumentos racionales para dar respuesta a demandas que nacen tanto del estómago como de la fantasía (Marx dixit). Demandas satisfechas para millones de venezolanos no fueron suficientes para satisfacer otros deseos, propios o adquiridos, innatos o implantados por el aparato ideológico hegemónico, pero que lograron erosionar la legitimidad de un gobierno democráticamente electo (fenómeno que se repite en Argentina y Brasil). Ese efecto hoy se hace palpable en la merma de participación en las elecciones presidenciales del pasado 20 de mayo, la más baja en la historia democrática de Venezuela. En 1998 el 63,45% de la población acudió a las urnas, y casi 7 millones (el 56,20%) votaron a Hugo Chávez. Veinte años después, apenas 5.823.728 de personas votaron a Nicolás Maduro, dándole un triunfo del 68% que carece de impacto cuantitativo, ya que sólo acudió a las urnas el 46% de la población (máxime si se tiene que cuenta que el padrón tiene el doble de electores que en el ’98). La campaña abstencionista de una parte de la oposición y la desconfianza hacia las promesas de la política arrojaron sus frutos, que reflejan que el reelecto gobierno tiene por delante el desafío de recuperar la participación y el compromiso de la ciudadanía, su mayor aliado en el sostenimiento de un proyecto político en permanente hostigamiento internacional.

El sueño de los gobiernos progresistas de las últimas décadas sentó el mayor de los precedentes, el de haber sido viable, y al mismo tiempo, el haber representado la mayor pesadilla para los poderes concentrados del mundo. El contexto internacional y regional no dio margen para su continuidad -salvo en Venezuela y Bolivia que aún sobreviven a la andanada neoliberal- y planteó una pelea en completa desventaja, con una derecha recargada que amplió sus dispositivos y ganó el juego democrático, teniendo hoy en su poder al aparato del Estado para consumar el reino de los mercados y el infierno de los pueblos en las naciones no desarrolladas. Ese sueño tal como lo conocimos terminó, pero como sucedió en los infiernos de entonces, la tarea es empezar a soñar un sueño nuevo.

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