La cuarentena y los linchamientos populares: una combinación peligrosa

El abogado, docente e investigador Rodolfo Alvarito, elaboró para No Ficción una columna de opinión sobre los linchamientos, una temática que viene abordando desde hace años. Si bien estos episodios siempre existieron parecen haber recrudecido en tiempos de cuarentena.

Rodolfo-Alvarito
Rodolfo-Alvarito

Casi sin asombro -y cada vez con menos estupor- a diario nos enteramos de noticias donde una muchedumbre descontrolada sale de sus casas a la calle a la cacería de algún vecino de no tan buena reputación. Aparecen carteles pasacalles costeados por algún iluminado con muy buenas intenciones, con leyendas que advierten a los malos de la terrible suerte que les espera en caso de ser atrapados. No causan perplejidad tampoco iniciativas barriales donde los lugareños se “arman” u organizan rondas de vigilancia en reemplazo de la policía local.

Cuando nos enteramos de los pormenores de algún delito que originó la reacción popular casi en forma instantánea nos acude la idea del Estado ausente, vinculada a la noción de Estado fallido: la policía atada de manos, la “puerta giratoria” de la justicia, entre otros lugares comunes. Entonces nos apremia el siguiente interrogante revelador de una profunda y genuina preocupación: ¿estamos en camino de adoptar socialmente estas ejecuciones públicas como algo normal?

De la misma forma que el Estado hace mucho viene perdiendo la batalla contra el delito cotidiano, tanto en la prevención como en su contención, también en términos de estadísticas viene dándose en los últimos años una tendencia al crecimiento de casos de linchamiento popular, como indica el siguiente gráfico:  

En este estudio (investigación realizada por quien suscribe esta columna) [i] pudo establecerse que, a medida que el Estado se desentiende de sus obligaciones (educación adecuada, justicia justa, policía honesta y eficiente, calles iluminadas y asfaltadas, etc. etc.) las organizaciones intermedias o los propios habitantes toman las riendas del caso. Dicha tendencia proyectada al presente, podría explicar que, en respuesta a la pregunta inicial, podamos afirmar que sí, en efecto, este fenómeno se está consolidando como una solución doméstica -dentro de un repertorio de acciones más amplio- que la gente tiene cerca y a la mano frente al delito cotidiano, es decir, como algo normal, rápido y efectivo.

A la par de la recurrencia (aspecto cuantitativo) del fenómeno, en lo cualitativo existe otra dimensión preocupante: ¿los linchamientos son reacción a delitos aberrantes o lo son por hechos cada vez menos graves, o incluso triviales? Eventos como el caso de Nicolás Herrera hacen sonar la alarma y parecen confirmar esta tendencia, repito, no tanto por su reiterancia, sino por sus características.

Izquierda: Federico Rivero, el colectivero asesinado. Derecha: Linchamiento de Herrera.

El caso, según fuentes, consistió en la pueblada que arremetió contra la vivienda del infausto sospechoso (de algún parentesco con los imputados por el homicidio al colectivero Federico Rivero), a quien luego de una fuerte golpiza se lo arrojó a una hoguera.

En nuestro estudio, teniendo en cuenta el período considerado para el relevamiento (2004-2014), pocos ajusticiamientos populares se parecían a éste. A la fecha de esos relevamientos, se constató que -a diferencia de lo que sucede en México, Guatemala o Bolivia, en donde se prende fuego a cualquiera por una sospecha de robo menor, o hechos triviales que ni siquiera son delitos (brujería)- nuestra sociedad venía respondiendo con cierta “racionalidad” frente al delito, conservando algún residuo de “confianza” en la justicia, y que los ajusticiamientos mayormente se limitaban a represalias contra la propiedad.

En alguna medida, se suma hoy un factor no presente por esa época: el confinamiento sanitario o “cuarentena” que no sólo agrava la situación de la economía popular (con el consiguiente recrudecimiento del delito común), sino que mantiene a los vecinos más tiempo en sus casas, atentos (y bien dispuestos) a este tipo de acciones colectivas ejemplificadoras.

Lo cierto en definitiva, es que, en este tipo de reacciones no organizadas, hay una indignación acumulada, lo que explica que se “penalice” al mero sospechoso, y se lo condene sumariamente no solo por el hecho puntual (Herrera no habría intervenido en el homicidio según fuentes judiciales) sino por una historia familiar delictiva, muy bien conocida por los vecinos buenos.

En nuestra investigación por entonces pudimos concluir que la impunidad era un factor crucial para entender este fenómeno:

La impunidad así entendida, es una forma de eludir las consecuencias de la ley a causa de un ilícito, sea en la faz investigativa o de juzgamiento. En cuanto a sus implicancias sociales, la impunidad es una percepción que alimenta mitos y verdaderas problemáticas de Estado, como la corrupción y la inseguridad. Y como percepción puede medirse cuantitativamente. Analíticamente puede decodificarse en el campo subjetivo como una convicción generalizada del obrar seguro del delincuente, que hace del delito su trabajo y hasta su derecho; una convicción del desenfreno del delito sin control ni previsión alguna, basado en una muy baja expectativa de penalización de las conductas criminales; la impunidad en definitiva como un derivado de desconfianza general hacia el Estado 89, la honestidad 90 o el desempeño de sus funcionarios 91. No es de asombrar que frente al desparpajo que muestran los delincuentes en sus conductas reprobables y el descontrol estatal de esta situación, la gente vea como necesario el escarmiento inmediato, contundente y ejemplar...” (Alvarito et al, 2014, p.52).

La cacería que ya se ilustraba muy bien en Fuenteovejuna, no es un fenómeno nuevo. Pero la cacería de un semejante se explicaba en tiempos pretéritos por falta de un estado de derecho tal cual hoy lo conocemos, caracterizado por la constitucionalización de los deberes de los gobernantes y de los derechos fundamentales del individuo. Incluso en nuestra provincia con la ley de juicios por jurados (Ley 14453) se ha institucionalizado una forma de comprometer a los ciudadanos directamente en el conocimiento del caso delictual sometido a su valoración como “jueces de los hechos”, en parte tal vez en la idea de que la participación directa y cercana en el juzgamiento de los delitos generará en la población una mayor sensación de Justicia, una mayor asunción de la responsabilidad de “condenar”, traspasándose ésta de los hombros del juez al “pueblo”.

El espectáculo dantesco de las hogueras improvisadas con gomas y combustible que muestran las crónicas y los propios celulares de quienes filman en directo, regodeándose morbosamente del dolor, bien podría inspirar un cuadro donde aparecerían como imágenes desdibujadas entre el humo, por un lado, la delgada silueta de la peste y por el otro, el fantasma del estado fallido, claro está, sin que la pintura pueda reproducir gritos de socorro u olor a carne quemada.

La sensación de impunidad y la convicción del buen proceder entre quienes ajustician al ratero colocan en terapia intensiva a nuestra institucionalidad. Este fenómeno social dispuesto a instalarse en nuestra conciencia colectiva despierta a nuestro inconsciente en el plano de los miedos: ya no sólo debemos temer al delincuente en la calle, o al uniformado en un control. Cualquiera de nosotros en cualquier momento, por un hecho confuso o un mal entendido, puede tener que vérselas obligado a escapar corriendo de una turba, decenas o tal vez un centenar de individuos descontrolados que se agolpen a las puertas de nuestra casa, sin derecho de defensa alguno que invocar. Muchos casos de turbas con sed de venganza se han reportado en las crónicas, por los más variados motivos.

En tiempos de cuarentena se da este paralelismo: por un lado, la peste exacerba el miedo al contacto con el otro, desnuda el peor egoísmo que significa “segregar” al sospechoso de infección. Por el otro, el miedo por sentirnos inseguros invita a adherir con buen ánimo a grupos de cacería humana solo por algún rumor o creencia, por imitación más que por mandato. El miedo no es sonso, diría alguno. La sospecha, el mito o la creencia se convierten en instrumentos válidos para resolverlo todo, más cuando la solución está justificada por el riesgo corrido. La verdad, como la vida, poseen cada vez menos valor. El Estado, en unos casos, complaciente, en otros, intermitente, al decir de Javier Auyero. La clave es estar en el grupo indicado, en el momento indicado. La barbarie que representan estos hechos, nos degrada no sólo como individuos, sino como especie.


* Abogado, docente e investigador, doctorando por la Universidad de Morón. Director del Instituto de Investigación del Colegio de Abogados de Morón.

[i] “Ajusticiamientos populares como respuesta punitiva social en la provincia de Buenos Aires”, Alvarito Rodolfo et al, (2014), Editorial Cijuso. 233 pp. Link de descarga: https://bit.ly/2CVh5c4 [18/8/20]

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